miércoles, 13 de marzo de 2013


Escudado bajo una penumbra espinosa el Mono rehuye la mirada del Titán, Rey de un vacío deslumbrante. El regio orbe se hunde en su propia imagen y el Mono encuentra fuera de su encierro la alegría del abarrotado silencio. Pequeñas guirnaldas adornan un mosaico silente y onírico, que completa su desenfadada anfritriona. Baila. El Mono la mira, embelesado. Ella, juguetona, se esconde tras un biombo de nubes, agitando su cabello de plata tras de sí, solo para emerger de nuevo sobre su tamiz de sensaciones, ociosa. Una melodía nocturna acompaña sus pasos, tiende una alfombra que los lleva, furtivos, hacia el lecho acuoso. Ella esparce su delicada belleza en un crisol de movimientos. El extiende sus manos sobre el manto fluido, sin alcanzarla. El lecho reverbera bajo sus dedos, y, de repente, ya no está ahí. La ausencia devora sus pulmones y los ojos le despiden con una última y argéntea visión.

No quiero creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Porque no entiendo por qué a cada niño se le ofrece en sacrificio a algún tipo de oscura divinidad que nos fagocita a todos y cada uno de nosotros, nos pasa por su intrincado aparato de principios y condiciones de todo tipo y nos caga hechos ladrillos idénticos que encajan perfectamente en el gran y estéril muro de la uniformidad, en el que solo nos diferenciamos unos de otros por la cantidad de ladrillos que estamos soportando sobre nosotros. Como piezas totalmente substituibles de una maquinaria gigantesca que no dejan de ocupar el mismo lugar hasta que envejecen, se oxidan y se tiran a la caja de los trastos. Porque solo cuando eres un viejo inútil sin ganas de nada puedes permitirte el placer de una vida tranquila viendo como el castillo que has montado se vuelve polvo. La chispa de lo que eres se va degradando y la vida se te escapa al tacto, entre los dedos, como arena. Por primera vez notas que el pozo del tiempo tiene un fondo, que te precipitas hacia él y en tu cabeza se desata una tormenta que te enseña a repasar tu vida. Entiendes lo que se ha perdido y solo quieres derramar una lágrima por cada hora malgastada, por cada oportunidad perdida y por cada palabra no escuchada, pero es tarde, estás roto y no eres nada.