miércoles, 13 de marzo de 2013


Escudado bajo una penumbra espinosa el Mono rehuye la mirada del Titán, Rey de un vacío deslumbrante. El regio orbe se hunde en su propia imagen y el Mono encuentra fuera de su encierro la alegría del abarrotado silencio. Pequeñas guirnaldas adornan un mosaico silente y onírico, que completa su desenfadada anfritriona. Baila. El Mono la mira, embelesado. Ella, juguetona, se esconde tras un biombo de nubes, agitando su cabello de plata tras de sí, solo para emerger de nuevo sobre su tamiz de sensaciones, ociosa. Una melodía nocturna acompaña sus pasos, tiende una alfombra que los lleva, furtivos, hacia el lecho acuoso. Ella esparce su delicada belleza en un crisol de movimientos. El extiende sus manos sobre el manto fluido, sin alcanzarla. El lecho reverbera bajo sus dedos, y, de repente, ya no está ahí. La ausencia devora sus pulmones y los ojos le despiden con una última y argéntea visión.

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