domingo, 9 de enero de 2011

Atrapada en su torre de obsidiana, su príncipe la protege con valor voluntad y celo. La princesa, cegada por su amor, se acomoda en su jaula de oro. Pero incluso de oro, la jaula acaba empequeñeciendo ante la princesa.

Un joven arlequín observa la escena en la distancia, curioso. Sabe de la princesa, pero no de su prisión. Se aproxima cauto a la torre buscando razones para su presencia en aquel paisaje irreal. Y, en la torre, se encuentra con la princesa, ya agobiada entre las lujosas paredes de su torre. El bufón se lamenta de la situación de la princesa, impotente ante el poder del rey. Sin embargo, sonríe para ella. Desde entonces el bufón escapa de sus tristes sonrisas para ofrecerle otras más sinceras a la princesa de la torre. Los lujos de su rey la agobiaban, pero el bufón apartaba las estrecheces con su pícara sonrisa.

Un día, el poderoso caballero llegó al reino. Reclamándolo para sí, la respuesta del príncipe fue clara. “Aléjate de aquí, pues las poderosas paredes de este castillo protegen la delicada naturaleza de su princesa” El caballero, frustrado, se alejó malhumorado, no sin intenciones de volver. ¿Pero cómo?

Así, en su marcha desde la torre, halló al bufón en el camino.

-¿Adónde vas, bufón?- preguntó curioso, el caballero.
-Soy el bufón de la corte, mi señor- respondió el bufón, educado.
-No es de gran fama la afición al humor de su majestad.
-No es a su majestad a quien mis servicios complacen-replicó el bufón, sonriente-. Es a la princesa a quien sonrío mientras su majestad mira hacia otro lado.
-¿Podeis llevarme ante ella?-inquirió el caballero.
-Orgullo de sonrisa y deber de complacer-declaró el bufón-.Seguidme si os place.

Caminaron hasta la torre y la subieron, volando el bufón y trepando el caballero. La princesa se descubrió ante los ojos del segundo, que fue sorprendido por su contundente presencia. Sin más, el caballero se quedó a solas con la princesa mientras esta lo estudiaba. Por detrás, sonriendo de nuevo, el bufón desapareció.

Pasó tiempo y el bufón se esfumó, siendo su presencia subsanada con la del caballero. El bufón, velando por él, no era visto, no estaba allí. Nunca había estado. Pero su sombra seguía a la del caballero. Hasta que este, iracundo, se personó ante el príncipe, exigiendo la libertad de la princesa, acompañado de esta. Su encolerizada majestad condenó a muerte al burdo caballero en el mismo sitio. Pero su verdugo, víctima de un mal momento, fue asesinado por una lujosa lámpara de oro. En la ahora oscura confusión de la sala, el caballero escapó con la princesa, mientras el rey se lamentaba solo en la oscura soledad de su castillo. Una sonrisa colgaba del techo.

El caballero y la princesa cabalgaron hacia el ocaso en su carroza de marfil. El bufón derrama una lágrima sentado sobre el techo del carromato y sonríe sin que los amantes reparen en su presencia. Siempre estará ahí. En recuerdo y olvido.

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