miércoles, 26 de enero de 2011

Una sonrisa vacía, que duele en el corazón. Pero esto a él no le importa. Todo bufón es un actor, todo actor es un mentiroso, todo mentiroso algún día será un actor y todo actor acaba por convertirse en un simple bufón. Pensando esto su sonrisa se curva en una espantosa mueca, pero no deja de sonreír. Nadie aprecia la diferencia, la máscara es opaca a las emociones. El público ríe, el bufón se calla, aplausos, cae el telón.

Enfermo de la realidad, suspira. Es un lápiz roto que no dibuja una línea recta. Un camino sin destino. Divagando entre sus pensamientos, se retira del escenario, cabizbajo con la eterna y dolorosa sonrisa de su máscara. Entra en el camerino. La luz crepuscular inunda la estancia. Cierra la puerta, se sienta frente al espejo y retira la máscara. Unos ojos tristes le devuelven la mirada.

Esa dolorosa sonrisa ya no está ahí. No hay nada bajo la máscara. Solo una mirada triste. De nuevo, suspira. El mundo parecía más hermoso sobre el escenario. La misma mentira que sacaba lo peor de él mismo para disfrute del público era su mejor consuelo. Dejó en un cajón al bufón, la tristeza, los malos pensamientos, la soledad, sus caprichos y sus recuerdos, como hacía cada noche que pretendía dormir tranquilo. Pero aquella tarde, antes de marcharse, abrió la ventana. Nunca la abría. Aquella tarde tampoco tenía ningún motivo para hacerlo.

Una brisa suave le acarició la cara y el vacío dejado por todo cuanto estaba en el cajón se llenó de otra cosa. Sonrió. No con aquella mueca de hipocresía que mostraba su boca en la función, sino también con los ojos. Una sonrisa sincera.

Desde entonces, el bufón abrió la ventana todas las tardes, tras la función, para recibir las caricias del viento. Ya no estaba solo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario